lunes, 28 de julio de 2014

El conocimiento del pasado es indispensable para el orador y el estadista

Marco Tulio Cicerón, Marcus Tullius Cicero. (Arpino, 106 a.C. - Formia, 43 a.C.) Fue un jurista, político, filósofo, esritor y orador romano. Es considerado uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República romana. 

La gran idea de Cicerón es que el orator debe tener una vasta cultura general. Contrariamente a muchos de sus contemporáneos, estima que el dominio del oficio es insuficiente y que, para actuar con eficacia, el orador debe poseer ciertos conocimientos, entre los que figuran la dialéctica, la filosofía, el derecho civil y la historia.

¿Por qué es necesario este conocimiento del pasado? La respuesta se haya sugerida en Orator 120: sólo presenta un interés verdadero la historia nacional, la de los pueblos conquistadores y la de los jefe de Estado ilustres. Si se piensa que Roma debia hacer frente por entonces a las consecuencias de su imperialismo y que, desde Sila, la cuestión de los jefes de Estado ilustres estaba en el orden del día, no se dudará del carácter utilitario que Cicerón atribuye a la historia. De hecho, varios textos asocian la historia a otras disciplinas cuyo objeto es, igualmente, el conocimiento del pasado nacional. En esos textos, el conocimiento de la historia es inseparable del conocimiento civil y de las leyes y a menudo también de la constitución, del derecho institucional, de los tratados y de la práctica administrativa.

Es que la antiquitas constituye aquí una herramienta entre otras. Es ante todo un tesoro de exempla, entendidos en el sentido de precedentes, que el orador político hallará cómodo de utilizar para exponer sus tesis: no es más que una suerte de jurisprudencia política. En el nivel del gobierno, conserva este papel utilitario porque, como depositaria de los precedentes legados por los antepasados, suministra al estadista una consuetudo decernendi, una "jurisprudencia de las decisiones que es menester tomar"

Cicerón no se limita a esta decisión prosaica que es la de sus compatriotas. Desde el 62 expresa públicamente, en el Pro Archia, una concepción que retoma en el 56 en el Pro Sestio, y reafirma en el 45 en el De finibus. Aquí también su pensamiento se desarrolla en el interior de una concepción tradicional en Roma, según la cual el fin del hombre civilizado es la gloria (dignitas, laus, decus) que resulta del ejercicio de la virtus puesta al servicio del bien público. Ahora bien, ¿dónde hallar mejor estimulante que en los historiadores? Ciertamente, los hombres eminentes que dejaron el ejemplo de las más altas virtudes no conocieron todos los precedentes históricos, pero ¡cuán superior es el hombre que, a sus virtudes innatas, agrega el conocimiento teórico! Además, afirma haber tomado como modelos de su conducta a los Escévola, los Decio Mus y a tantos otros que actuaron "en parte para recoger gloria, en parte para evitar la vergüenza". En el De finibus, por último, exalta los grandes ejemplos de la historia nacional, a los que iguala con los de la tragedia griega, y concluye exaltando su nobleza como su belleza moral.

Así, el conocimiento de la historia, comprendida como recopilación de los exempla que han dado los hombres eminentes del pasado es, si no el fundamento, al menos el instrumento privilegiado del perfeccionamiento moral. Se trata de una moral vivida, de una ética del ciudadano de élite, llamado a gobernar a sus conciudadanos y a sacrificarse por la comunidad. Los hombres eminentes de los que aquí se trata no difieren esencialmente de los reyes ilustres. Mediante el individuo y por él, se requiere la historia para el servicio de la comunidad política.

Texto extraído de 'La historia de Roma' de Jean Marie André y Alain Hus, Siglo XXI de España Editores, primera edición en castellano, 1975 (Argentina). Tercera edición en castellano, diciembre de 1989 (segunda en España)

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